lunes, 29 de diciembre de 2014

La mujer es la casa del hombre



"La mujer es la casa del hombre". Si hay alguna piedra angular en la literatura de Abelardo Castillo se encuentra en esa frase. La idea salta de mil maneras a lo largo de sus cuentos. Mírenla acá, en este fragmento de "La fornicación es un pájaro lúgubre", que comparto en extenso, porque sería un crimen mutilarlo.
Feliz año nuevo.

"Y ahora, por favor, silencio.

"Debí vivir cuarenta y cinco años para comprender el sentido cabal de las palabras: hacer el amor. Yo recuerdo que de chico, en los libros, hacer el amor significaba otra cosa. Hacer el amor era hablar de amor, cortejar. Todo cambia, por supuesto. Ya a los ocho años yo descubrí, sin demasiado dolor, que hay que estar preparado para despertarse cada mañana en una casa que no es más la nuestra, ni volverá a serlo nunca. De esa época, creo, viene mi confianza en las palabras y mi amor por los viejos libros. Los libros, para mí, eran el bosque sagrado donde las cosas sucedían sin pasar por el tiempo, eran como remansos de la realidad. Pudo desaparecer Troya, podían haberse podrido los barcos y los hombres que la asolaron y la defendieron, podía el bronce de la que fue una espada haberse ido degradando hasta este adorno de bibelot en esta pieza de hotel, pero siempre quedaba un lugar donde unos versos rearmaban el intacto escudo de Ulises, la frente de Helena, el mar color del vino. Mi madre no estaba, mi padre dejaría de cuidar sus rosas algún día, yo mismo me iba a ir; pero quedaban para siempre ese arco que seguía siendo tensado por un rey, y la flecha que atraviesa el ojo de las hachas. Las palabras no podían corromperse; no eran cosas. Las palabras eran el origen y el espejo de las cosas. Después crecí. Y un día, ante mi asombro, una muchacha tan joven como Agustina le estaba susurrando a un muchacho que era yo algo que él no entendía. Esa noche, Bender durmió solo. Pero desde esa noche «hacer el amor» significó brutalmente acostarse con una mujer. Confieso que me sentí ofendido. Era, me pareció, un abuso de lenguaje. Después seguí creciendo. Hablé poco y forniqué mucho. Pero nunca hice el amor. Prevariqué, eso sí, y puticé. Como el ventero que armó a don Quijote, recuesté viudas y deshice doncellas. Fifé, me encamé, jodí, copulé, corté como Jerineldo la rosa más fragante de algún jardín real, pinché y trinqué; rompí, sodomicé y desgolleté, conocí, folgué, serruché y hasta solitariamente me vicié, pero como había aprendido a desconfiar de las antiguas y hermosas palabras, no le hice a nadie, ni mucho menos hice con nadie, el amor. Yo creo que las mujeres lo saben, y por eso a veces fijan con desconsuelo su mirada en mi bragueta, como desde lejos, con los mismos ojos milenarios que tenía mamá cuando planchaba y yo jugaba a descuartizarme o a ser el señor Valdemar derretido, y cuando les pregunto qué pasa ellas dicen que a los tipos como Bender habría que cortarles la cuestión con una lata oxidada. No sé, a lo mejor todas las mujeres saben todo y es cierto nomás que los hombres somos seres inferiores e incompletos. De cualquier modo, algo descubrió Bender la tarde del 10 de junio de 1980, algo empiezo yo a descubrir ahora. Mientras voy doblando dulcemente hacia atrás el cuerpo de Agustina y me oigo decirle que no hable, que no piense, mientras la tiendo muy suavemente como a un objeto muy frágil sobre el brillante acolchado azul de la cama donde su cuerpo titila como una constelación que hubiese adoptado la forma de una mujer, he comenzado a develar el verdadero sentido de las palabras hacer el amor. Hacer el amor, armarlo, levantarlo piedra sobre piedra, arco a arco, columna a columna, y dejarlo instalado sobre el mundo, es desafiar nuevamente a Dios. El árbol vedado del remoto monte del Abuelo, antes que ningún otro conocimiento, enseñaba esa peligrosa sabiduría, y es así que todavía hay un ángel castrado entre las plantas amenazando los genitales de los hombres con una espada de fuego. Hacer el amor es robarle la mujer a Dios. Porque para armar el amor y habitarlo, hay, antes, que crear a la mujer, hacerla. La mujer es la casa del hombre, decían los antiguos. Es cierto. La mujer es una casa construida según la lenta albañilería de algún hombre. No me apures, Agustina, no te apures, esto que se está haciendo como un dibujo bajo la lluvia tiene sus leyes y sus ritmos, no es el amor, pero hay que escandirlo amorosamente como un verso. El amor no puede hacerse en unas horas, como yo creía, ni en semanas. Se tarda años. Hay hombres y mujeres que mueren sin haberlo hecho, sin saber cómo se hace, hay muchachas y muchachos a los que asesinaron sin haberles dejado levantar una sola viga ni abrir una ventana, hay generaciones y pueblos enteros que son diezmados, supliciados, ardidos hasta lo blando de los huesos, sin darles tiempo a reunir los materiales de hacer el amor, ahora mismo, mientras mi boca en tu oreja y tu boca de ahogada en mi cuello y mi mano subiendo por los contornos de médano de tu cuerpo, hay, sobre la húmeda y eléctrica piedra lustral de un sótano, en una cárcel, una adolescente roja que ya no va a temblar nunca con el temblor que ahora percibo bajo mis dedos como una caliente arena fina por la que pasara un río subterráneo. Vientres pateados, sexos deshechos, martirizadas bocas de dientes rotos, Agustina, ruinas nupciales, pedazos de parejas muertas que nunca van a sentir lo que por primera vez estás sintiendo ahora, este miedo dulce de ir cayendo hacia el centro de vos misma que hace rodar de un lado a otro en la oscuridad tu cabeza sobre la almohada, que te hace decir qué, qué me pasa, manos mutiladas que estuvieron vivas y que ya no encontrarán lo que tu mano, de pronto inexperta, busca entre mis piernas, hombres que tuvieron piernas y un sexo para usar entre las piernas, matas de cabello de mujer que no llenarán nunca el puño de un varón, puños de varón que nunca mías empujarán con dulce brutalidad la cabeza de una muchacha hasta la consentida sumisión, hasta la ambigua servidumbre que sólo la hembra del varón aprende, que no conocen las bestias ni los ángeles, pero que Agustina ahora no acepta, de rodillas sobre la alfombra y con las manos juntas como una mantis religiosa, volviendo a sacudir de un lado a otro la cabeza como si rezara, apretando los dientes acaso por el súbito horror de querer arrancarme el sexo de las entrañas, por primera vez no acepta, mientras Bender de pie sonríe y acaricia con cuidado y suavidad su cuello, como quien amansa un animalito cerril, le cubre dulcemente las orejas con las manos, se arrodilla junto a ella y le besa las lágrimas, la distrae, y como si jugara la va tendiendo sobre el piso y la abre como a un cauce mientras Agustina murmura por qué acá, por qué así, y él le dice que se calle, que no hay que pensar, que escuche, que escuche cómo cae la lluvia."

(La fornicación es un pájaro lúgubre, Abelardo Castillo)

domingo, 21 de diciembre de 2014

La conjura de los necios (prólogo)

Portada (maltrecha) de La conjura de los necios.

Recuerdo que me empeñé en leer La conjura de los necios precisamente por la lectura que hice de su prólogo en algún lado de internet. El libro, que anduve una buena temporada cazando, se me fue olvidando, pero hace un par de semanas se me apareció en el estante de una de las librerías de uso que suelo visitar. Ahora que lo tomo para leerlo vuelvo a toparme con el prólogo de Walker Percy y me sigue pareciendo una pieza de sencilla seducción, una de las mejores invitaciones a la lectura que he visto alguna vez. Aquí se los dejo.

Quizás el mejor modo de presentar esta novela (que en una tercera lectura me asombra aún más que en la primera) sea explicar mi primer contacto con ella. En 1976, yo daba clases en Loyola y, un buen día, empecé a recibir llamadas telefónicas de una señora desconocida. Lo que me proponía esta señora era absurdo. No se trataba de que ella hubiera escrito un par de capítulos de una novela y quisiera asistir a mis clases. Quería que yo leyera una novela que había escrito su hijo (ya muerto) a principios de la década de 1960. ¿Y por qué iba a querer yo hacer tal cosa?, le pregunté. Porque es una gran novela, me contestó ella.

Con los años, he llegado a ser muy hábil en lo de eludir hacer cosas que no deseo hacer. Y algo que evidentemente no deseaba era tratar con la madre de un novelista muerto; y menos aún leer aquel manuscrito, grande, según ella, y que resultó ser una copia a papel carbón, apenas legible.
Pero la señora fue tenaz; y, bueno, un buen día se presentó en mi despacho y me entregó el voluminoso manuscrito. Así, pues, no tenía salida; sólo quedaba una esperanza: leer unas cuantas páginas y comprobar que era lo bastante malo como para no tener que seguir leyendo. Normalmente, puedo hacer precisamente esto. En realidad, suele bastar con el primer párrafo. Mi único temor era que esta novela concreta no fuera lo suficientemente mala o fuera lo bastante buena y tuviera que seguir leyendo.

En este caso, seguí leyendo. Y seguí y seguí. Primero, con la lúgubre sensación de que no era tan mala como para dejarlo; luego, con un prurito de interés; después con una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuera tan buena. Resistiré la tentación de explicar al lector cuál fue lo primero que me dejó boquiabierto, qué me hizo sonreír, reír a carcajadas, mover la cabeza asombrado. Es mejor que el lector lo descubra por sí mismo.

He aquí a Ignatius Reilly, sin progenitor en ninguna literatura que yo conozca (un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno), en violenta rebeldía contra toda la edad moderna, tumbado en la cama con su camisón de franela, en el dormitorio de su hogar de la Calle Constantinopla de Nueva Orleans, llenando cuadernos y cuadernos de vituperios entre gigantescos accesos de flato y eructos.

Su madre opina que necesita salir a trabajar. Lo hace y desempeña una serie de trabajos, cada uno de los cuales se convierte en seguida en una aventura disparatada, en un desastre total; sin embargo, todos estos casos, tal como sucede con Don Quijote, poseen una extraña lógica propia.

Su novia, Myrna Minkoff, del Bronx, cree que lo que Ignatius necesita es sexo. Las relaciones de Myrna e Ignatius no se parecen a ninguna historia «chico-encuentra-chica» que yo conozca.
Otro aspecto a destacar en la novela de Toole es el reflejo de las particularidades de Nueva Orleans, sus callejuelas, sus barrios apartados, sus peculiaridades lingüísticas, sus blancos étnicos… y un negro con el que Toole logra casi lo imposible, un soberbio personaje cómico, de gran talento y habilidad, sin el menor rastro de caricatura racista.

No obstante, el mayor logro de Toole es el propio Ignatius Reilly, intelectual, ideólogo, gorrón, holgazán, glotón, que debería repugnar al lector por sus gargantuescos banquetes, su retumbante desprecio y su guerra individual contra todo el mundo: Freud, los homosexuales, los heterosexuales, los protestantes y todas las abominaciones de los tiempos modernos. Imaginemos a un Tomás de Aquino trastornado en una Nueva Orleans desde donde hace una disparatada correría cruzando los pantanos hasta la universidad estatal de Louisiana, a Baton Rouge, donde le roban la chaqueta de maderero mientras está sentado en el retrete de caballeros de la facultad, abrumado por elefantíacos problemas gastrointestinales. A Ignatius se. le cierra periódicamente la válvula pilórica como reacción a la ausencia de una «geometría y una teología adecuadas» en el mundo moderno.

No sé si utilizar el término comedia (aunque comedia es), pues el hacerlo implicaría que se trata simplemente de un libro divertido, y esta novela es muchísimo más. Decir que es una gran farsa estruendosa de dimensiones falstaffianas sería una descripción más exacta, se aproximaría mucho más al término commedia.

También es triste. Y uno nunca sabe exactamente de dónde viene la tristeza, si de la tragedia que hay en el corazón de las grandes cóleras gaseosas y las lunáticas aventuras de Ignatius, o de la tragedia que rodea al propio libro.

La tragedia del libro es la tragedia del autor: su suicidio en 1969, a los treinta y dos años. Y otra tragedia es la posible gran obra que con su muerte se nos ha negado.

Es una verdadera lástima que John Kennedy Toole ya no esté entre nosotros, escribiendo. Pero nada podemos hacer, salvo procurar que al fin esta tragicomedia humana, tumultuosa y gargantuesca, pueda llegar a un mundo de lectores.


WALKER PERCY

PD: Acá pueden descargar la novela en .pfd

viernes, 12 de diciembre de 2014

Los presupuestos, de Ramón Fernández-Larrea, en #ViernesDePoesía


Lo decía hace unos días en Facebook; me tropecé accidentalmente con una antología de Ramón Fernández-Larrea y no he podido dejar de hojearla en los minutos libres que encuentro. Espero encontrar los minutos de tranquilidad para dedicarle a ese libro las líneas que merece. Por lo pronto, quería compartir este tremendo poema.

Los presupuestos

esta es una oveja

dios y el día la hicieron blanca para pastar
con ojos de agonía duros y negros y músculos poderosos
en el pescuezo en fin toda una oveja
edison la sentó en la eternidad
porque una oveja es como decir el cordero
su sangre de castigo que nos cae

esta oveja tiene límites cuatro fronteras turbias
la noche el amanecer que le dicta su estómago
el cuchillo que lanza guiños y el lobo
rondándola
mirándola
cruzando sus fauces calientes

el miedo de la oveja es su límite no pidan más
para un animalito de dios no se puede pedir más
esta es la oveja basta es su temblor en cuatro patas
cuatro fronteras lleva en su corazón
ya dije que la noche y el día y el puñal deseándola
y un aullido que le pone la carne de gallina
dios la mandó a pastar y hasta la puso de ejemplo

pero qué es un aullido

las márgenes del río turbio de la memoria
las palabras de asombro que cercenan
la oveja necesita un pastor la oveja con sus músculos
poderosos en el pescuezo donde caen
la noche el día y el cuchillo
o la humeante mandíbula y hasta la tenue mirada de dios
medio enfermo con tantas reclamaciones
rondándola
mirándola
haciendo que necesite un pastor

la oveja no lo escoge

el pastor lo sabe y fuma en silencio y aprovecha
para comer el pan que también dios puso en su mano
los dos sonríen mirando el miedo de la oveja
uno inventó al lobo
hizo al otro crear el cuchillo
para que en la noche relumbre y quede un filo
de alba zigzagueante
la oveja y el pastor comparten el cielo y ciertos miedos
pero la oveja no elige a su pastor

pero qué es un aullido

un aullido puede ser un túnel lleno de espumas quemantes
un aullido es la señal precisa para alzar el cuello y escapar
una mancha casi oscura el fuego en la mano recogida
un aullido es la peor de las madres bebiendo
es el farol sordo para que los piratas desciendan

la tembladera que comienza a morder
un aullido es la pesadilla del pastor
el ojo de la oveja que necesita de otras
para pensar que la mandíbula no viene por ella

porque un cuello se vuelve más remoto
cuando hay un mar de cuellos pegados al piso

qué es entonces la oveja
sino la madrugada o cuatro límites
un músculoso pescuezo que se dobla día tras día
al lado de otro viene engrendrado
sino las patas que tiemblan encima del miedo

una oveja es la posibilidad de un pastor

la sonrisa de dios miserable y olvidadizo
o un pan mordido en la mano.

viernes, 7 de noviembre de 2014

Hans Magnus Enzensberger, #ViernesDePoesía

Canción para los que saben

sabemos que hay que hacer algo inmediatamente
lo sabemos
pero naturalmente es demasiado pronto para hacerlo
pero naturalmente es demasiado tarde para hacerlo
lo sabemos

que realmente estamos bastante bien
y que así vamos a continuar
y que esto no sirve para nada
lo sabemos

que somos nosotros los culpables
y que no es culpa nuestra que seamos culpables
y que somos culpables por ese mismo hecho
y que estamos hartos con ello
lo sabemos

que quizá no vendría mal callarse un poco
y que a fin de cuentas no vamos a callarnos
lo sabemos
lo sabemos


y que a nadie podemos ayudar verdaderamente
y que nadie verdaderamente puede ayudarnos
lo sabemos

y que somos tan inteligentes
y libres para elegir entre la nada y lo nulo
y que debemos estudiar este problema muy cuidadosamente
y que echamos dos terrones de azúcar en el té
lo sabemos

que somos enemigos de la opresión
y que los cigarrillos han subido de precio
lo sabemos

y que la nación se está metiendo en un tremendo lío
y que nuestros vaticinios se mostrarán ciertos
y que no sirven para nada
lo sabemos

y que todo esto es verdad
lo sabemos

y que sobrevivir no es todo sino muy poca cosa
lo sabemos

y que sobreviviremos
lo sabemos

y que todo esto no es nada nuevo
y que la vida es preciosa
y que eso es todo
lo sabemos
lo sabemos
lo sabemos perfectamente bien

y que lo sabemos perfectamente bien

eso también lo sabemos
1968

Casa aislada
a Günter Eich

cuando me despierto
la casa está en silencio.
sólo se oyen los pájaros.
por la ventana no veo
a nadie. ningún

camino pasa por aquí.
ningún hilo en el cielo
ningún cable por tierra.
todo cuanto está vivo
reposa bajo el hacha.

pongo agua al fuego.
corto mi pan.
hago girar inquieto
el botón rojo
de mi pequeño transistor.

crisis del caribe... lava blanco
más blanco que el blanco...
listos a responder a la agresión...
that' s the way i love you...
fuerte alza de valores metalúrgicos...»

no cojo el hacha
no rompo el aparato.
y es la voz del terror que me serena,
que me dice:
aún estamos con vida.

la casa está en silencio.
yo ni siquiera sé cómo tender las trampas
o hacerme un hacha de pedernal
cuando la última cuchilla
se habrá enmohecido.
1962

(De "Poesías para los que no leen poesías" 1971; versión de Heberto Padilla)

jueves, 6 de noviembre de 2014

Ramón Fernández Larrea: "Tengo un verso donde caerme muerto"

por Ernesto Santana (tomado de Diario de Cuba)
Hace unos días supimos la noticia: Ramón Fernández Larrea había ganado el Premio Internacional de Poesía Gastón Baquero —que se convoca en la ciudad de Salamanca para autores españoles e hispanoamericanos— con el poemario Todos los cielos del cielo.
Fernández Larrea, además de poeta de larga duración, es también humorista y escritor para radio, televisión y cine. Muchos lo consideran uno de los más importantes, si no el más, de los poetas cubanos en la década del 80, y todavía en Cuba hay gente que se sigue pasando grabaciones de "El programa de Ramón", incluso gente joven que no conoció aquel famoso espacio en vivo. Después de marcharse al exilio a mitad de los 90, vivió en Canarias y en Barcelona. Actualmente reside en Miami.
Ha publicado, entre otros, los poemarios El pasado del cielo (que fue Premio Nacional de Poesía Julián del Casal en 1985 y se editó en 1987), Poemas para ponerse en la cabeza(Abril, La Habana, 1989), El libro de las instrucciones (Ciclos, La Habana, 1991), Manual de pasión (Universidad de Guadalajara, México, 1993), El libro de los salmos feroces(Extramuros, La Habana, 1995), Terneros que nunca mueran de rodillas (Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, 1998), Cantar del tigre ciego (Arlequín, Guadalajara, México, 2001) y Nunca canté en Broadway (Linkgua, Barcelona, 2005).
Tras la noticia de este nuevo premio para el poeta, concertamos por correo electrónico esta entrevista para conversar con él sobre el nuevo poemario y sobre viejos asuntos, los asuntos de siempre.
¿Qué puedes decirnos acerca del libro premiado?
Todos los cielos del cielo es un poemario breve. Es como un caleidoscopio. Y es para mí un cambio de lenguaje. Un yo más directo, más sencillo, menos altisonante. Un libro lleno de ternura burlona. Y me alegra tanto que haya sido en el centenario de Gastón Baquero, un poeta inmenso que sufrió en silencio la vejación del  exilio, y la abominación del olvido.
¿Qué le dijo el Ramón humorista al Ramón poeta cuando supo la noticia?
Los dos abrimos la boca sorprendidos. Al poeta se le aguaron los ojos y el humorista lo invitó a desayunar para que dejara esa expresión de estúpida complacencia. Los dos leyeron nuevamente el poemario para ver si realmente era sólido, y si no se iban a avergonzar de verlo publicado. El humorista se iba a burlar y el poeta se hundiría en el silencio. Al final, los dos desayunaron y se alegraron modestamente. Un premio no hace mejor escritor a nadie, pero es una ventana para que entre un poco de luz sobre su obra.
¿Cómo describirías el camino que ha seguido tu poesía desde el principio hasta ahora?
¿Tortuoso? ¿Difícil?... Un camino lleno de incomprensiones, pero también he encontrado el apoyo de mis colegas. Se asustaban precisamente los que tenían que asustarse, los que mandan. Mi poesía sigue siendo un aullido. Pero también aprendió a ser un susurro de ternura en los oídos de quien quiere escuchar.
Si pudieras volver a empezar desde cero tu vida, ¿te gustaría hacer otro tipo de poesía o, incluso, otro tipo de escritura?
A esta altura he aprendido cuáles son las cosas que me gustan de la vida, y las que no me gustan. Vivo como si solamente me quedaran 72 horas de vida. De modo que aprendí a no desear haber sido lo que no soy, ni a quejarme por lo que pude haber sido. Soy un guerrero y soy un monje. Soy un juglar y también, un vengador risueño, como Till Eulenspiegel, el alemán que se burló de todos en su época. O como el poeta francés Francois Villon.
A veces siento que esos fantasmas me habitan. Y que logré llegar con ellos hasta aquí, y que también me acompañarán en la penumbra de los días por venir. Y doy gracias por lo poco que poseo y por lo que he perdido. Porque tengo en las manos el olor de la felicidad, cuando le he arrebatado puñados de ella a la vida.
Más allá de las influencias, ¿hay algún poeta cuya relectura te siga resultando imprescindible?
Es una corta lista. Son encuentros y vueltas atrás. Esta es una relación a vuelo de pájaro: el tango; Nicanor Parra, un universo doloroso y divertido; Hans Magnus Enzensberger, un descubrimiento sorprendente, con una acidez espectral y una visión contemporánea de todas nuestras desgracias humanas; Jorge Luis Borges y Eliseo Diego, dos puntas de la media luz de la ciudad; Edgar Lee Masters en esa visita interminable al cementerio de Spoon River;  la dulzura serenamente intensa de Emily Dickinson; la fantasmal elegancia de Dylan Thomas; T.S. Eliot en sus múltiples rostros; Cavafis en el viaje interminable; la dureza casi burlona de Charles Bukowski, cuando escribe cosas como: "Pienso en mí, cuando lleve tres siglos muerto"; y Vallejo, siempre César Vallejo, que cada vez me parece más desolado cuando estoy llegando a lo que él dice en uno de sus versos: "a la pared de enfrente de la vida".
¿Cómo es tu relación con la poesía? ¿La practicas? ¿Convives con ella? ¿Te asalta de pronto como poema ya hecho? ¿La persigues hasta que la atrapas?
Me asalta y levanto los brazos. La busco algunos días cuando siento un rumor, una música, casi siempre acompañada por un rumor de palabras que terminan siendo una imagen. No la provoco. Ella aparece cuando la necesito.
En ocasiones paso días y hasta meses con un verso dándome vueltas en la cabeza, o lo anoto y olvido dónde, hasta que lo encuentro y muestra un nuevo fulgor, otro camino para construir un poema.
Antes me desesperaban los largos períodos de sequía. Ahora sé que todo se cocina por dentro. Se añeja, se transforma, se endereza, se va armando, y cuando ya está listo, sale con naturalidad.
Aparte de pulir el oficio, ¿esa larga relación con la poesía te ha enseñado algo para la vida cotidiana?
Me ha regalado la paciencia, la inconformidad, la sonoridad de las imágenes. La posibilidad de contemplarlo todo como si uno viviera fuera de esa realidad, pero sintiendo el dolor de esa realidad.
En los peores momentos de la vida, me ha salvado la poesía. Sobre todo la de los demás. Aunque también puedo decir, en voz baja, que yo sí tengo un verso donde caerme muerto.
PD: No se pierda esta página de La Habana Elegante donde puede leer un par de textos sobre la poesía de Ramón Fernández Larrea, y, sobre todo, algunos de sus poemas.

jueves, 23 de octubre de 2014

El único libro de Abelardo Castillo

Abelardo Castillo es (Borges, Kafkfa & Cía, miren para otro lado...) mi cuentista favorito. Al Centro Onelio le debo un montón de cosas pequeñas, algo bastante lógico considerando mis escasas dotes de narrador; pero entre esas maravillas mínimas que le debo se encuentra el haberme puesto delante del autor de El hacha pequeña de los indios
Por si no bastara con esa capacidad suya de convertir cada relato en una joya, ahora me topo con lo que bien podría ser mi declaración de principios, si es que uno tuviera algunos. No digo más, les dejo con Castillo.


(…) No se trata de un mero simulacro de orden, o de que a los cuarenta años me empiece a sentir más o menos póstumo. Así como hay poetas que han escrito una sola obra (pienso en Hojas de hierba, de Whitman; en Las flores del mal, de Baudelaire), yo siempre quise ser autor de un solo libro de cuentos. Compruebo que ya no van quedando escritores ascéticos, que se escribe de más y se publica demasiado: me basta entrar en un librería o leer el catálogo de una casa editora para alarmarme ante el porvenir de la literatura contemporánea; reducir a uno los libros de cuentos que escriba tiene (por lo menos en un sentido numeral, y para mi sola paz interior) la ventaja de achicar un poco mi colaboración con el olvido.
Suele reprochárseme que publique poco. También se me reprocha que corrija demasiado, que las reediciones de mis dramas y relatos nunca coincidan con la anterior, que desaparezcan párrafos y hasta historias enteras de mis libros. Nadie habló mejor que Valéry de esta manía de alargar hasta el vértigo la composición de los textos literarios, de esa orfebrería “de mantenerlos entre el ser y el no ser, suspendidos ante el deseo durante años, de cultivar la duda, el escrúpulo y los arrepentimientos, de tal modo que una obra, siempre reexaminada y refundida, adquiera poco a poco la importancia secreta de una empresa de reforma de uno mismo”. Yo también creo que hay una ética de la forma, yo también creo que ningún escritor puede afirmar honradamente que una obra está terminada sino a lo sumo postergada, y que publicarla por cansancio (o por cansancio destruirla) es accidental. No estoy de acuerdo con el modo de producir de mi generación, incluso estuve por escribir: de mi tiempo. Y quizá debí escribirlo. Ya no se publican libros; se publican libretas de apuntes. Se manda a imprimir la primera versión de un texto y se le llama contra-literatura, o novela abierta, o antipoema. No hablo de obras como Ulises (sic), en las que el caos y la desesperación formal son justamente eso: desesperación de la forma. Hablo de quienes no se han puesto a pensar que para llegar al desorden y al vértigo del último Joyce hay que haber empezado por la transparencia de Dublineses; hay que haber llegado a no poder escribir de otro modo. La forma no es más que eso: el último límite de un artista, su imposibilidad de ir más lejos.

Abelardo Castillo, posfacio a Las panteras y el templo (Los mundos reales (Cuentos completos), Alfaguara 2008)

lunes, 15 de septiembre de 2014

Senel Paz: “Cuba no requiere verticalidad, ni machismo entre los machos”


Por Rosa Miriam Elizalde / Especial para La Jornada
Gabriel García Márquez dijo alguna vez que Senel Paz era el mejor guionista de diálogos en español. Senel se lo toma como un piropo del Nobel, pero no se posible soslayar que su cuento El lobo, el bosque y el hombre nuevo (Premio Juan Rulfo, 1990) es un clásico de la Literatura cubana y un referente literario universal, con decenas de traducciones y versiones para al cine –la célebre Fresa y chocolate-, el teatro, la pintura y hasta el musical. Ahora mismo, tiene un éxito arrollador en Buenos Aires una adaptación para las tablas, mientras él escribe en La Habana un guión para una nueva película y sigue la saga de los personajes de sus cuentos y novelas, siempre en la adolescencia o la primera juventud, siempre bregando contra el hombre unidimensional y la intolerancia.
Eres el gran rompedor de barreras literarias de tu generación. Lo dice uno de los críticos más importantes de Cuba, Francisco López Sacha.
- Sacha es sin duda un gran crítico literario, pero con los amigos se entusiasma demasiado, por eso todos aspiramos a que despida nuestro duelo cuando llegue el día. Yo escribo por inspiración y necesidad, no me preocupa por el lugar que me toque en el panorama literario, que ni importa ni es posible determinar por uno mismo.
- ¿Por qué ese título, El lobo, el bosque y el hombre nuevo, que cuesta recordar?
- Titular no está entre mis habilidades. Pero no me parece un mal título, solo difícil de recordar y malo para vender. La pista está en comenzar por el animal. Fresa y chocolate es bueno para vender, pero me gusta menos como título. Siempre fue provisional, hasta que se me ocurriera uno mejor, lo cual nunca ocurrió.
Ni en el cuento ni en la película famosos sabemos a qué lugar se fue Diego, el homosexual. ¿Regresó?, ¿regresará?, ¿de dónde?
- Si supieras que no sé. Debe ser España o a México. La semana pasada conocí Buenos Aires y me pareció una ciudad ideal para Diego. En cuanto vuelva a mí, me dirá dónde anduvo. Mucha gente me pide que escriba una segunda parte de la historia.
¿Por qué?
- Piensan en algo así como un regreso en el que juzgaría adónde ha ido a parar el país quince o veinte años después de su salida, y eso a mí me suena a comisionado de la ONU en tareas de inspección. Más bien lo siento próximo a contarme con ironía su vida sexual y a hablarme de la soledad y la vejez.
Según Diego sabemos qué necesita la Revolución cubana. Según Senel, ¿qué es lo que no necesita?
- No necesita la verticalidad, el machismo entre los machos, la retórica, los periódicos tal como los hacemos hoy, el temor a los jóvenes.
¿Qué es eso del machismo entre machos?
- Sólo nos quejamos del machismo como la relación abusiva del hombre hacia la mujer, pero existe una relación machista entre los hombres que es muy peligrosa sobre todo cuando se entrevera con la política. Es la permanente confrontación y comparación de las bolas, la idea de que las tuyas tienen que ser más grandes y dominantes que las de los demás.
Parece un chiste.
- Pero es algo grave, explica por qué Cuba da consejos y hace críticas a terceros pero no las admite, no escucha. También explica la verticalidad, que un funcionario (un político) no haga suyo lo que le propone uno de abajo. Si hablamos de una ley de cine, pongamos por caso, tiene que proponerla el funcionario, no el cineasta. Ya sabemos que en Cuba pueden ser machistas los hombres, las mujeres y los gays.
¿Le ha hecho bien o mal el cine a tu literatura?
- Se han hecho bien mutuamente. Para mí son como una pareja de baile: se entrelazan, se complementan, se funden, pero también se separan y cada cual sigue siendo quien es.
¿Por qué has escrito más guiones de películas que novelas?
- Tal vez porque los guiones se escriben más rápido, se pagan mejor y son una novela que se vive pero no se escribe. De todos modos, en lo que a mi obra se refiere --es decir, las películas basadas en mis personajes-- creo que terminaré invirtiendo la relación. Cualquier género o lenguaje que me permita crear personajes e historias me viene bien. Me muero por hacerlo en el teatro.
¿Te ayudan a entender la realidad o es la única manera de soportarla?
- Todo arte ayuda un poco a entender la realidad y también a soportarla. La realidad es demasiado dura como para que podamos vivir sin fantasías, desde la religión al arte, los bares y el amor.
Según Stendhal, "he puesto mi felicidad en estar triste". ¿Dónde la has puesto tú?
- Me siento cómodo en la melancolía y el silencio. La melancolía es dulce y creativa y permite escuchar música. Como provengo del campo, también pongo mi felicidad en el silencio, en los grandes espacios abiertos, en las nubes y en los árboles. Soy un gran observador de nubes.
Dijiste alguna vez que “Cuba es una isla con banda sonora”…
- Porque siempre está sonando música en alguna parte, bien desde un aparato o porque alguien toca o porque la imaginamos. Hablamos cantando, nos movemos bailando, al compás de un ritmo que nuestro oído capta y que está en alguna parte, cuando menos en el recuerdo. El cine nos ha habituado a que las escenas están acompañadas de música o de silencios igualmente elaborados.
¿Y cuál es la clave oculta de tu obra?
- Las claves son como las contraseñas, las más importantes uno las olvida, pero ahí están.
¿Qué está pasando en la literatura cubana hoy?
- Nos estamos levantando.
¿Y en el cine?
- Nos estamos hundiendo.
¿Cómo enfrenta la cultura cubana los cambios que se están produciendo en la Isla?
- Con impaciencia, con muchas ganas de participar y con poca participación efectiva. Tiene que ver con aquello de las bolas de que hablamos. A veces parece que lo mejor que hoy puede hacer un artista por la cultura es orar para que nuestros funcionarios tengan buenas ideas… o sobarle las bolas, lo que cada cual prefiera. Pero lo que uno quiere es actuar, participar.
Entonces, ¿cuáles son los cambios más importantes en los últimos años?
- Los climáticos. La isla se está calentando.
¿Qué relación has tenido últimamente con la literatura mexicana?
- Un descubrimiento, un reencuentro y una noticia. El descubrimiento, Juan Antonio Parra; el reencuentro, Francisco Hinojosa; la noticia, lo que dicen los amigos de la última novela de Gonzalo Celorio.
¿Dónde te agarró la muerte de Gabriel García Márquez?
- En Ciudad de México. Primero como presagio. Salí a caminar por esas calles del Centro en las que venden libros viejos y veía muchos títulos de Gabo y eso me dejo la certeza, la inquietud, de que su muerte estaba próxima. Y así fue: dos días después llegó la noticia. Estaba en la ciudad que murió.
¿Quién era Gabo para Senel Paz?
- Gabo fue para mí inspiración como escritor, como hombre y como maestro. Debo aclarar que yo no alcancé la categoría de amigo de Gabo, solo tuve muchas oportunidades de estar cerca de él, de auxiliarle en trabajos y de disfrutar de su simpatía Si lo hubiera admirado menos, tal vez hubiera podido conquistar su amistad. Fue mi culpa que no sucediera.
(Tomado de La Jornada)

viernes, 29 de agosto de 2014

Un cronopio de cien años

Solo la poesía destruye la antítesis realidad e irrealidad
José Lezama Lima 

Oliveira no salta chicos, y chicas. Oliveira no salta. Que esa revelación me llegue en el centenario deCortázar no hace más que alimentar mi fascinación compartida con el argentino por esos rebotes del azar, como si corroborara la sensación de vivir en un gran pinball en el que movemos nuestra vida yendo al encuentro de objetos misteriosos que nos dan puntos extras, que nos salvan o joden, y donde evitamos, con toda la habilidad que nuestros dedos corazón e índice nos permiten, dejar caer la vida por el agujero del centro.
Recuerdo que, en mis paseos por el inmenso jardín laberinto que es Rayuela, la duda de si Oliveira era un suicida me carcomía y, confieso, nunca pude librarme de ella, a pesar de todas las pistas luminosas que el autor siembra a nuestro paso.
Poeta frustrado, dibujó un planeta a golpe de cuentos exquisitos, novelas y poesías medianeras y su descomunal poema llamado Rayuela, que se resiste a todas las definiciones porque las incluye y las supera, como esos símbolos del alfabeto japonés que son letra, sonido y palabra a la vez.
Pero —salgamos de la emoción del descubrimiento y digámoslo pronto para no darle vueltas al asunto— el mejor Cortázar no es el de RayuelaRayuela es una imponente catedral, un hermoso monumento al optimismo que se ha convertido en un culto en sí mismo, que en la medida que le ha ganado seguidores ha invisibilizado buena parte del resto de su obra. Y la magia del autor de Historia de famas y cronopios también está diseminada en el resto de su obra.
Hay novelas Cortázar, hay poemas Cortázar, pero hay, por encima de todas las cosas, cuentos Cortázar. Si hiciéramos el fútil ejercicio de simplificación, Cortázar fue, esencialmente, un poeta; algo bastante parecido a esos cronopios suyos, eternos optimistas soñadores de conmovedora alegría y lágrimas naturales; ya sea a través de sus inestables poemas, o sus impecables cuentos. Y es precisamente a través del cuento —ese “caracol del lenguaje”, como él mismo lo llamara— con lo que el argentino se arrima a la poesía.
Con su particular manera de instalarse en el llamado mundo fantástico —a base de fracturas de la realidad de límite sospechoso— narra sucesos que el azar hilvana en misterioso rosario, al mismo tiempo que desmenuza la monotonía e invierte la fórmula garciamarquiana y nos recuerda lo maravilloso de la realidad.
Hay en Cortázar la capacidad de vislumbrar la chispa, y el mensaje dentro de la chispa, como los hechiceros primigenios que se valían de sus artimañas para dominar la aldea. Solo que este hechicero nuestro —más simple, más ingenuo— no gasta su tiempo dándonos lecciones, solo comparte la inquietud de que hay algo más, de que el fuego tiene un secreto descifrable.
Mientras que el lector de Thomas Mann y Lezama Lima es usualmente un lector docto, cuyo trabajo está indisolublemente ligado al mundo literario y que pasa de los treinta, Cortázar —como ese otro maldito imprescindible que responde al nombre de J. D. Salinger— es un autor de juventudes.
El lector de Cortázar es un lector fundamentalmente joven. Rayuela fue un boomerang que le trajo una respuesta asombrosa: esa novela, de más de 600 páginas, repleta de reflexiones metafísicas y citas a filósofos muertos, encontró su público natural entre los jóvenes. Fueron precisamente los jóvenes —estos y los jóvenes de las generaciones sucesivas, hasta hoy— quienes la adoptaron como un documento de fe para esos hombres y mujeres repletos de preguntas que no querían aceptar el mundo que recibían (reciben) en herencia.
Esta relación de los jóvenes con Rayuela no tardó en hacerse extensiva al resto de su obra, hasta convertirlo en un icono de la rebeldía al punto que, mientras los centenarios de Borges, Quiroga, Onetti y Bioy Casares y hasta el próximo del aún vivo Nicanor Parra se celebran sin demasiado sobresalto, como homenajes a seres ecuestres plantados en algún mapa glorioso de la literatura, a muchos nos cuesta imaginarnos a un Cortázar centenario. Quizá sea por la fama tardía que le mereció Rayuela, o por la eterna estampa de juventud que le acompañó mientras envejecía, pero no hay manera de colocarlo —espiritualmente hablando— junto al resto de sus colegas generacionales.
Es por eso que siguen dejando fotos, discos de jazz y dedicatorias en su tumba de Montparnasse; es por eso que sigue turbándonos a la vuelta de tantos años; es por eso que fragmentos suyos navegan multiplicados en forma de tweets y posts de Facebook. Donde muchos ven una fácil degradación de la cita, un corte y pega intelectual de escaso calado, hay en realidad una callejuela que conduce a la infancia, a una rayuela deslavada en la que se juega infinitamente con la esperanza de alcanzar el cielo.
(Tomado de Cubahora)

miércoles, 6 de agosto de 2014

Ofrecimiento






Por Jaime Jaramillo Escobar (prólogo de su libro Los poemas de la ofensa)

Por su condición de laberinto, un libro es la mejor trampa que existe para cazar espíritus. El juego de
atraparse unos a otros es la literatura.
No se adaptó mi espíritu a la simpleza normativa de la línea recta y por eso no seguí una. Todas las
líneas rectas se entrecruzan estorbándose y no vi claridad en ello. Cuatro vidas rectas componen un
asterisco. Me parecía simpático. Lo simpático nunca me ha simpatizado.
El hombre nació errante. Si la especie se hubiera desplazado en línea recta, hubiera ido a parar al mar.
No me gusta ahogarme. He ido de un lado a otro porque ese es el destino natural. Y les he arrojado piedras
a los que van en línea recta. Bien se dice que la línea recta es el camino más corto entre la vida y la muerte.
La errancia es la única forma de despistar al tiempo. Meter al tiempo en el laberinto de nuestra errancia. A
eso lo llamaba Carlos Castro Saavedra jugar con el gato.
De aquí y de allá, de todas partes fueron tomados estos poemas, que se sustraen a la línea recta. ¡Tan
aburrida la línea recta, que ni a los aviones les gusta! La línea recta, a poco andar se curva. Es la forma más
rápida del engaño y la siguen los compulsivos, los azuzados, los que aspiran a llegar pronto. Me demoro en
el camino, me resisto a llegar, porque ya sé lo que hay allá. Mi amigo DARÍO JARAMILLO AGUDELO (con él la
prudencia y la fortuna) tuvo el valor de mandar su pie derecho a explorar. Por lo tanto él sabe más que yo.
Le ofrezco este libro en reverencia, admiración y reconocimiento, y con honor.
 Medellín, 1991

domingo, 3 de agosto de 2014

J. K., lejos de la comparsa

José Kozer. Foto: Fotograma de la entrevista Me, Japanese
por Gerardo Fernández Fe
Víctima de su vehemencia, en 1893 José Martí comete el desatino de justificar la mediocridad de ciertos poetas a partir de su entereza y su disposición para la guerra. "Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal, a veces, pero solo pedantes y bribones se lo echarán en cara porque morían bien", escribe en su prólogo a Los poetas de la guerra.
De manera que "morir bien" ya enaltecía sus peregrinos papeles, pues la poesía se encontraba definitivamente en el comportamiento agonístico y en el ethos inclaudicable del guerrero/poeta, y pasaba incluso hacia aquellos que jamás habían tomado la pluma para escribir un verso. Martí veía un "sublime dístico" en dos hombres comunes que caían al unísono, superados por el enemigo. De luchadores a mártires, y de ahí a verso encarnado.
Este modo de entender la poesía, hiperbolizando no el resultado sino la intención, desemboca en el aligeramiento del acto poético, en su trasvase hacia el enaltecimiento de la virtud guerrera. "La poesía escrita —sentencia Martí— es de grado inferior a la virtud que la promueve".
Cien años antes de este gesto romántico, la Revolución Francesa ya había apologizado la poesía de los sans-culottes, y como acto supremo había instaurado un nuevo calendario plagado de hermosuras poéticas. Fue Fabre d'Églantine, un poeta más que mediano, de esos que se apegan al Poder, quien apareó vida práctica y belleza: vendimiario, nivoso, floreal, termidor…
Imagino que en otras tradiciones letradas haya ocurrido lo mismo, pero nuestro caso es singular. La imagen homérica de los guerreros que vienen de la guerra entonando poemas hechos música cogió cuerpo a partir de enero de 1959, y desde entonces ha contribuido sobremanera al kitsch nacional: en La Habana, en Miami, ¡donde quiera! En el sonsonete de una pionerita inflamada, en los versos de un espía que cumple su condena o en el obituario de un periódico del exilio.
Desde entonces, como se escucha por doquier, la poesía está en la calle: en la belleza de una barricada en París, en el "sublime dístico" de Martí, y hasta en la recolección de cien quintales de tomate en una mañana de verano. ¡La poesía partout! ¡Everywhere!
Pobre de ella, la poesía; todos piensan que la tienen a mano. Siempre me he preguntado por qué a nadie se le ocurre, sin haber pasado años a la sombra de uno o de varios maestros, agarrar un trozo de piedra de tres metros de alto para convertirlo en escultura decente; como mismo a ningún ser de a pie le pasa por la cabeza escriturar de la noche a la mañana los miles de acordes de una obra sinfónica. No pueden, simplemente no pueden.
Sin embargo, basta una puesta de sol o el pulso cardíaco un tanto por encima de lo normal, para que optemos por la hoja, el lápiz y el hermoso verso. Bienvenido, Facebook, que todo lo contienes y que has realimentado este acto retorcido. ¿Acaso no somos todos poetas? ¡Mostrémonos, pues!
Con estos fantasmas he salido de la primera lectura de poesía de José Kozer a la que yo haya asistido, y ellos mismos han seguido hablándome al oído mientras recorro las más de 350 páginas de Acta est fabula, una cuidada antología que en 2013, desde México, publicara Fondo de Cultura Económica.
Sobre los poetas de la guerra, Martí había elogiado que "el acento, cauto o arrebatado, [estuviera] en los cascos de la caballería". Pero José Kozer felizmente nunca fue a la guerra; su caballería, si acaso, es mental, del imaginario. Aunque su acento, arrebatado o cauto, según el momento, sí sabe distinguirse como pocos del resto de la tropa.
Eso de acento nos lleva incorregiblemente al tema del sonido. Se ha hablado, las más de las veces, de las huellas hebreas en la poesía de José Kozer, del hálito budista zen en otras zonas de su imaginario; se ha escrito sobre lo sucio, sobre su filiación neobarroca, sobre su afán de taquígrafo, su efusivo furor de escritura... Quiero detenerme, sin embargo, en el poeta corifeo.
No todos los buenos poetas son vectores de sonidos. Habría que consultar con los archivos sonoros sobre la voz y el tempo de Ezra Pound o de Wallace Stevens. Yo, que escuché a Edoardo Sanguineti en Medellín, en junio de 1998, sé de lo melodioso de aquella lengua que me es ajena, en boca de un poeta de versos desmantelados e irreverentes como el italiano, para asombro de las encopetadas damas que fueron a escucharlo.
Durante años, José Kozer también ha tenido que medrar a la par de esos lectores que, encopetados o no, no han podido entender su idea de la poesía, no la han disfrutado, han huido espantados ante el regreso eficaz y sin azucaramientos del cardenillo, la malaquita y el agua de manzanilla con la que la madre se refrescaba la vista.
En algún momento he escuchado apelar a la supuesta incomprensibilidad de su poesía. ¿Rareza de qué?, agrego. ¿O para quién? ¡Pero si en el fondo la obra en pleno de José Kozer no es más que un acto de historia personal! ¿Acaso exista algún texto que no abunde en la mesa frugal, en Guadalupe, en el padre judío, en el espejo del botiquín —"otra palabra en desuso"— del cuarto de baño en Forest Hills o en "el ojo mental del laurel de Indias"?
Ah, eso sí, sin lloriqueos, sin golpes en el pecho. "Fui liberado del cáncer del lirismo, y tú operaste, muy a tiempo", agradece Flaubert en carta a Maxime Du-Camp, quien le había aconsejado abandonar la primera versión de su Tentación de San Antonio para buscar un tema más apegado a nuestra naturaleza pedestre. De ahí Madame Bovary.
La poesía, entre otras cosas, debe ser también sorpresa.
Salgo de aquella lectura pública y vuelvo a pensar en la triste ansiedad de tantos hacedores de versos, tan carentes de un espejo donde mirar, desde otro ángulo, lo que como poesía producen. Y mientras me largo, empiezo a pergeñar esta especie de filípica. Pienso además en un Kozer rítmico.
Tras la arquitectura más que vertical, delgada, de muchos de estos poemas, resulta llamativo detectar un inusitado ritmo. En medio de aquel recital, en más de una ocasión me descubrí a mí mismo tamborileando con dos dedos encima del propio pulgar, como un trompetista que estudia en silencio, en medio de un autobús, los espacios de tinta de una partitura.
Es este uno de esos poetas que hay que escuchar: las inflexiones de su voz, sus pausas maliciosas, el dedo índice, afilado, de la mano derecha, trazando filigranas en el aire. Que escuche y disfrute quien tenga oídos —a fin de cuentas, basta de pensar la poesía como un bien para todos—, pues estamos ante un medular poeta de lo sonoro.
Quiero pensar en este José Kozer sónico junto a José Lezama Lima, Gastón Baquero y Nicolás Guillén, otros tres poetas muy disímiles entre sí, distantes, por qué no, pero apegados al tañido de una vihuela, a la voz de fondo, al sonido de la rueca.
Y tras sus pasos, por encima de tanto tartufo sin vértigo que por ahí gusta de exhibirse, una avanzadilla de poetas sustanciosos que no deberían nunca  escapársenos: Néstor Díaz de Villegas y Rolando Sánchez Mejías, Carlos Augusto Alfonso y Juan Carlos Flores, Rolando Jorge, Joaquín Badajoz y Waldo Pérez Cino, Pablo de Cuba y Javier Marimón, Oscar Cruz y José Ramón Sánchez. A algunos de estos no hace falta siquiera escucharlos para constatar que se trata de escritores que cascan el lenguaje poético que la Doxa instituyera hace siglos, y que con cada crujido generan un sonido irregular, alarmante, llamativo, obsceno. Son poetas que suenan; y suenan bien, lejos de la comparsa.
Pero para esto hace falta oído, buena lectura, trabajo, distanciamiento, y una especie de viaje en el que, ¡nada más cierto!, no todos podemos enrolarnos; "un largo y limpio viaje para no pudrirme —como hace años sentenció en sereno poema Emilio García Montiel— como veía pudrirse los versos ajenos en la noria falaz de las palabras".
(Tomado de Diario de Cuba)

sábado, 31 de mayo de 2014

Belleza

Busqué este texto luego de un comentario que me dejara en Facebook Rosa Muñoz, a propósito de un chiste que no le hizo demasiada gracia. Para ella vayan, pues, las palabras de Carlos Fuentes, que hago mías.


Foto: Anastasia Pottinger


por Carlos Fuentes


La muerte, gran madrina de Eros, es vencida y justificada, a un tiempo, por la reunión con el ser amado que ya no está a nuestro lado, rompiendo el gran pacto de la pasión: siempre unidos, hasta la muerte, tú y yo, inseparables.
Pero existe también —siempre ha existido— una belleza de lo horrible.

La terrible y hermosa advertencia de la poesía barroca española es que el alma «su cuerpo dejará», escribe Quevedo, mas «no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado». Prever la muerte del cuerpo no lo priva de su presencia, la acentúa pero no nos exime de presentarle, en vida, el cuerpo al alma y el alma al cuerpo, preguntándose: «¿Somos uno? ¿Somos armónicos?»

¿Depende la armonía del cuerpo y alma del ideal de belleza que distintas culturas y distintos tiempos nos han presentado? A Rubens le gustaban gordas y a Modigliani flacas y el ideal límpido de Botticelli no es el antiideal malsano de Schiele. Sin embargo, de nuestro concepto de la belleza depende nuestra elección de la belleza. ¿Por qué un cuerpo es bello y otro no? Nos gusta lo que se parece a nuestro ideal. Una maravillosa modelo de la moda actual pasaría por una tísica a los ojos del siglo XIX. Cindy Crawford sería una moribunda en el harén de Delacroix.

Hace poco, la novelista chilena Marcela Serrano atribuía a la mujer moderna la capacidad de cambiar de piel como las serpientes, liberándose de fatalidades y servidumbres añejas. El símbolo de la piel renovada me remite, mediante la concepción de Marcela Serrano, nuevamente a la disociación o armonía entre cuerpo y alma. ¿Por qué un cuerpo es bello y otro no? ¿Por qué hablamos de almas bellas y cuerpos feos, o de cuerpos hermosos y almas horrendas? La desarmonía existe, sin duda. Lo que nunca falta es la forma que tanto la armonía como la desarmonía pueden y deben asumir. ¿Qué representaba la decapitada y deshumanizada diosa Coatlicue para los aztecas? Quizás que una divinidad demanda inhumanidad. Pero, ¿no son tan lejanas como la Coatlicue las bellísimas actrices de la pantalla o «las mujeres que pasan por la Quinta Avenida, tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida», del poeta mexicano Tablada?

Un artista sabe que no hay belleza sin forma pero también que la forma de la belleza depende del ideal de una cultura. El artista trasciende —parcial y momentáneamente— el dilema, añadiendo un factor: no hay belleza sin mirada. Es natural que un artista privilegie a la mirada. Pero un gran artista nos invita no sólo a mirar sino a imaginar. La forma femenina como forma de belleza es también objeto de sensualidad olfativa (el «odor di femmina» de Don Giovanni), de sensualidad aural (Coya y Buñuel y Beethoven sordos tienen que imaginar las voces del cuerpo) y, en suma, de sensualidad imaginativa. (Proust y Catulo celosos, Romeo y Quijote separados de Julieta y Dulcinea, Samsa transformado en insecto, imaginan otro cuerpo perdido o deseado.)

Pobre sería el arte de la belleza visual si excluyese la prolongación de la mirada en lo táctil, lo auditivo, lo olfativo, lo «gostoso», como dicen los lusoparlantes. Y es que los seres humanos deseamos un placer infinito que abarque todos nuestros sentidos. Pero no nos contentamos con ello. Deseamos siempre algo más, algo que quizás ni siquiera sepamos concebir, pero que nuestra imaginación y nuestros sentidos buscan, exigen, imaginan aunque ni siquiera lo conciban. «Oh inteligencia, soledad en llamas, que todo lo concibe sin crearlo.» Esta profunda intuición de José Gorostiza en el más grande poema mexicano del siglo XX, le da palabras al gran dilema de la residencia en la tierra: Desear una satisfacción infinita, pero que al mismo tiempo sea temporal, un aquí y un ahora.


La belleza entrega su cuerpo no para decirnos que nos contentemos con lo que el mundo nos da, no para limitar nuestro deseo y pedirnos una conformidad cualquiera, sino para hacernos el regalo de un cuerpo presente, un cuerpo aquí y ahora que no sacrifica, sin embargo, ninguna de sus posibilidades, ninguno de sus puede y ninguno de sus nunca. En el arte se encuentran, para quien sepa mirar, el ideal del cuerpo y su negación; la armonía del cuerpo con el alma pero también su posible desarmonía; la presencia del cuerpo pero también su inevitable ausencia; su placer pero también su dolor.

FUENTES, Carlos. (2002). En esto creo. Barelona: Editorial Seix Barral Biblioteca Breve.

lunes, 12 de mayo de 2014

Los vagabundos de la ciudad de cristal


Ayer, mientras leía esto, recordaba a Abel y sus homeless miamenses. Auster, tal y como sospechaba sucedería, me tiene atenazado de la garganta. Y no me suelta.


      "Hoy, como nunca antes: los vagabundos, los desarrapados, las mujeres con las bolsas, los marginados y los borrachos. Van desde los simplemente menesterosos hasta los absolutamente miserables. Dondequiera que mires, allí están, en los barrios buenos como en los malos.
    "Algunos mendigan con una apariencia de orgullo. Dame ese dinero, parecen decir, y pronto volveré a estar entre vosotros, yendo y viniendo apresuradamente en mi rutina cotidiana. Otros han renunciado a la esperanza de salir algún día de su marginalidad. Están ahí despatarrados sobre la acera con un sombrero, una taza o una caja, sin molestarse siquiera en mirar al transeúnte, demasiado derrotados como para dar las gracias a quienes dejan caer una moneda ante ellos. Otros tratan por lo menos de trabajar para ganarse el dinero que les dan: el ciego vendedor de lápices, el borracho que te lava el parabrisas del coche. Algunos cuentan historias, generalmente trágicos relatos de su propia vida, como para dar a sus benefactores algo a cambio de su bondad, aunque sean sólo palabras.
"Otros tienen verdadero talento. Por ejemplo, el viejo negro de hoy que bailaba claqué mientras hacía malabarismos con cigarrillos, aún digno, claramente en otro tiempo un artista de variedades, vestido con un traje morado, una camisa verde y una corbata amarilla, la boca fija en una sonrisa teatral a medias recordada. También están los que hacen dibujos con tizas en la acera y los músicos: saxofonistas, guitarristas, violinistas. Ocasionalmente, incluso te encuentras con un genio, como me ha ocurrido a mí hoy:
"Un clarinetista de edad indefinida, con un sombrero que le oscurecía la cara, sentado en la acera con las piernas cruzadas a la manera de un encantador de serpientes. Justo delante de él había dos monos de cuerda, uno con una pandereta y el otro con un tambor. Mientras uno sacudía y el otro golpeaba, marcando un extraño y preciso ritmo, el hombre improvisaba infinitas y minúsculas variaciones con su instrumento, balanceando el cuerpo rígidamente hacia adelante y hacia atrás, imitando enérgicamente el ritmo de los monos. Tocaba con garbo y elegancia, vivas y ondulantes figuras en tono menor, como si estuviera contento de encontrarse allí con sus amigos mecánicos, encerrado en el universo que él mismo había creado, sin levantar los ojos ni una sola vez. Seguía y seguía, al final siempre lo mismo, y sin embargo cuanto más le escuchaba más me costaba marcharme.
   "Estar dentro de esa música, ser atraído al circulo de sus repeticiones: quizá ése sea un lugar donde uno pueda al fin desaparecer.
   "Pero los mendigos y los artistas constituyen sólo una pequeña parte de la población vagabunda. Son la aristocracia, la élite de los caídos. Mucho más numerosos son quienes no tienen nada que hacer, ningún sitio adonde ir. Muchos son borrachos, pero ese término no hace justicia a la devastación que encarnan. Sacos de desesperación, cubiertos de harapos, las caras magulladas y sangrantes, avanzan por las calles arrastrando los pies como si llevaran cadenas. Dormidos en las puertas, tambaleándose entre el tráfico, derrumbados en las aceras, parecen estar por todas partes en el momento en que los buscas. Algunos morirán de inanición, otros morirán de frío, otros serán apaleados, quemados o torturados.
   "Por cada alma perdida en ese infierno particular, hay varias otras encerradas en la locura, incapaces de salir al mundo que se halla al otro lado de sus cuerpos. Aunque parecen estar ahí, no se puede contar con que estén presentes. Por ejemplo, el hombre que va a todas partes con un juego de palillos de tambor, aporreando la acera con ellos a un ritmo precipitado y desatinado, incómodamente encorvado mientras avanza por la calle golpeando insistentemente el cemento. Quizá piensa que está haciendo algo importante. Quizá, si no hiciera lo que hace, la ciudad se vendría abajo. Quizá la luna se saldría de su órbita y se estrellaría contra la tierra. Hay quienes hablan solos, quienes mascullan, quienes gritan, quienes maldicen, quienes gimen, quienes se cuentan historias a sí mismos como si lo hicieran a otra persona. Como el hombre que he visto hoy, sentado como un montón de basura, enfrente de la estación Grand Central, diciendo en voz alta y aterrada mientras la multitud pasaba apresuradamente a su lado: «Tercero de infantería de marina… comiendo abejas… las abejas me salían por la boca.» O la mujer que le gritaba a un compañero invisible: «¡Y qué pasa si no quiero! ¡Y qué pasa si no me da la real gana!»
   "Hay mujeres con bolsas de plástico y hombres con cajas de cartón, que cargan con sus pertenencias de un sitio a otro, siempre en movimiento, como si importara dónde estuvieran. Hay un hombre envuelto en la bandera americana. Hay una mujer con una máscara de carnaval en la cara. Hay un hombre con un abrigo andrajoso, los pies envueltos en trapos, que lleva en la mano una percha con una camisa blanca perfectamente planchada, aún enfundada en el plástico de la tintorería. Hay un hombre con traje de ejecutivo, los pies descalzos y un casco de fútbol americano en la cabeza. Hay una mujer cuya ropa está cubierta de los pies a la cabeza de chapas de campaña presidencial. Hay un hombre que camina con la cara entre las manos, llorando histéricamente y repitiendo una y otra vez: «No, no, no. Él ha muerto. Él no ha muerto. No, no, no. Él ha muerto. Él no ha muerto.
   "Baudelaire: Il me semble que je serais toujours bien là oú je ne suis pas. En otras palabras: me parece que siempre seré feliz allí donde no estoy. O, más directamente: dondequiera que no estoy es donde soy yo mismo. O bien, cogiendo el toro por los cuernos: en cualquier parte fuera del mundo."